miércoles, 29 de diciembre de 2010

Aniquilación

Las ideas se presentaron de improviso, como relámpagos. Un estruendo en el vacío y la nada como testigos hicieron de guías. No sé. Nunca sentí el cuerpo, ni siquiera podía darme cuenta que, aún, estaba vivo.

Una crueldad se apoderó de mi carne, tibia todavía, fresca como la leche. Pensé que la locura, otra vez, intentaba asesinarme. Aniquilación inocente, perdición en el espacio. Se me vino a la cabeza, en ese momento, que todo lo aprendido no tenía sentido y que vivir, ya era un acto inútil. Me sentía un hombre pequeño, informe y podía ver mi cuerpo en estado larval. Las venas parecían desiertas y la garganta árida yacía muerta. Con los ojos suturados y el aliento a medio filo, intenté levantarme del sofá, pero el polvo de su superficie me inmovilizaba las extremidades. Mis piernas escuálidas luchaban para erguirse, pero el peso era demasiado para mis huesos añejos que rechazaban el movimiento.

De pronto, una voz sutil exclamaba detrás de la puerta. Su sinfonía era alegre, primaveral, un hálito para mis días de invierno. Yo, tendido sobre la nada, intenté responder al llamado, pero mi tos de perro despertó el aullido de los lobos. Esos hijos de la noche, merodeadores de las sombras, respondieron de inmediato, precipitándose hacia la casa. Mordían las paredes y sus orejas se asomaban por las ventanas, mientras brotaba un hedor insoportable de sus pelajes sórdidos que cubrían esos cuerpos cuadrúpedos. De la voz, de ese violín de Bach, no se escuchó más.

Justo cuando la aurora se prestaba a recorrer mi casa, ese eco apolíneo se derretía como la última vela amarga que reposaba junto a mi sofá. Pensé que sería la salvación de mi tortura. El fin de mi sopor se encontraba tras esa puerta carcomida por las termitas. Quizá, tendría que haber gritado más fuerte, aunque fuera el último alarido que emergiera de mi pecho. Pero, el silencio había encarcelado mi garganta, cuyas cuerdas vocales yacían yertas, estériles, como gélidos glaciales. Esa voz, en cambio, sería el fuego que derritiera ese frío congelado, el bálsamo para volver a nacer. Pero no. Nunca más se escuchó ese canto de zorzal.

En cuanto a los lobos, animales pérfidos, pero casi humanos, continuaban tras las paredes de la morada. Con sus dientes y garras, iban arrancando de a poco las viejas tablas de pino, que por ese momento servían de escudo y evitaban ser presa fácil de sus apetitos bestiales. Se escuchaba roer a Satán, cada vez con más fuerza; en cada mordisco de esos carniceros hambrientos podía sentir ruidos demoníacos, eran como cuchilladas de Caín.

Seguía tirado como cadáver después de una batalla, derrotado por el tiempo y abandonado por la vida. Sobre ese tenue sofá color de mi alma, gastado por colonias de ácaros que habían fundado una república sobre él, mi cuerpo malsano, desplomado como una pluma, se perdía en un abismo. Ya casi ni sentía a esos perros involucionados mascullando la madera de la casa, ya casi me era indiferente que derribaran sus muros o esa puerta decorada por el musgo, no importaba si entraban para dirigirse hacia mi carne y devorarla.

El placer me había dejado, hace varios años. Y el dolor, a pesar de su lealtad, de a poco, emprendía su vuelo. Sin miedo ni angustia, por las venas ya no corría sangre y el letargo navegaba por sus canales, fundando un puerto en cada arteria.

De mi corazón, mejor no declaro palabras, ya, desde hace rato que latía con menos fuerzas. Despacio, como Maratón en sus últimos pasos, con sigilo se iba callando. Pero antes de su regazo eterno, un frío austral recorrió mis huesos apretándolos hasta petrificarlos, para después, caer en trozos, en mil fragmentos solitarios, dispersos.

Destrucción. Cien, mil, dos mil veces, esa palabra recorrió los cuatro puntos cardinales de mi conciencia. Su derrotero se hizo presente con más ímpetu. En cada zancada, un carpintero martillaba en ella, demoliéndola de a poco.

¡Ah! Dolor inefable, invencible, te ensañaste conmigo. Fuiste el verdugo más sanguinario y me torturaste sin recelo. Tú, desalmado, te encolerizaste hasta anular mi cuerpo. Una vez que mis manos quedaron abiertas, sentí el aleteo de la muerte sobre mi rostro y una cuchillada atravesó desde mi cabeza hasta los pies. Fue lacerante, estremecedora, primero; tibia, alegre y regocijante, después. Ese fue al avanzar de thanatos de un extremo a otro, sin detención, sin arrepentimiento alguno.

Ahora que los lobos han derribados los muros de la casa vacía y me he vuelto un cadáver, sus hocicos desgarrarán mi carne hasta matar sus hambres. Y, mientras llenen sus estómagos famélicos, sentirán todo mi dolor pasando por sus venas. Bestias pútridas, sus lenguas pestilentes degustarán mi amargura hasta su último trozo.

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